Ya no hay
sombras
ni
castillos de cera,
ni
remordimientos.
Lejos,
los
caballos caídos inventan
una
despedida.
Y baila la
noche con su cara de ebria,
asustada,
como
escapando hacia la nada.
Me basta la
sangre para recordarte,
me basta el
respiro,
la mirada,
los adióses
infinitos,
el exilio.
Como te
llamas?
Sí,
quisiera darte
un nombre,
para
recordarte en el olvido.
Fuí siempre
sin margines
y sin
promesas,
un marinero
en extravío.
No supe
perder
o ganar sin
reglas,
clandestino
de hora incierta.
Pero ya no
tengo alas
ni
delirios,
ni cartas
para reconciliarme.
Dejé ya
todos los nombres.
Como quien
se queda esperando.
Y aquí estoy,
siempre yo,
siempre
otro
siempre el
mismo.
Tratando de
encontrar
o de huir,
o de saber,
como un
inmortal sin memoria.
Lloraron
una vez las paredes,
y los sueños,
y más allá
de mi secreto,
encontré a
mi mismo,
sentado,
expirando,
cantando a
los vecinos.
Me gusta
pensar que me pensaron,
que nunca
sufrí solo,
pero a
veces,
mirando al
lado
encontré
inmóvil mi soledad sonriente,
y entonces
otra vez quise ser recuerdo,
escuchar el
teléfono,
despedir la
sombra,
ayudar a mi
enemigo,
gritar sin
eco.
Es triste,
sí,
saberse
solo,
saberse
lejano,
reconocerse,
inquieto o
dormido,
ser una
sombra,
o algún
quejido,
buscar el
llanto transparente.
Saber ser
alguien que no he sido.
Y no ser
alguien que no he querido.
Daniel Castro
A.
Venecia,
Italia.
25-08-2012